¿Por qué nos arriesgamos y esforzamos más para evitar una pérdida que para conseguir una ganancia?
Porque fisiológicamente nuestro cerebro está evolutivamente adaptado para «sobrevivir», no para «vivir».
El «objetivo» de cualquier ser vivo (incluido nosotros) es transmitir sus genes a la siguiente generación, para perpetuar la especie, y punto.
Por ello tenemos mucho más estructuradas y desarrolladas las emociones desagradables que las agradables, para detectar amenazas a la supervivencia.
Las emociones desagradables, como la tristeza y el enfado por perder o vivir algo como una pérdida, así como el miedo anticipatorio a perder, suelen triunfar sobre nuestra conducta con mayor probabilidad que las emociones agradables, como la alegría o la expectación de ganancias futuras.
Lo que ocurre es que la activación de unas emociones u otras varía en función de los paradigmas, creencias o esquemas mentales que hayamos adquirido o fabricado, y que actúan de forma automática (piloto automático).
Y esto es más acentuado de forma inversamente proporcional a la especifidad o concreción de la amenaza.
De forma que ante amenazas o peligros intensos bien definidos la mayoría actuamos de un modo parecido, pero cuando el peligro es más inespecífico o ambiguo actúan con más fuerza las creencias de cada persona.
Si no somos conscientes de si estas creencias o formas de ver nos limitan o nos amplifican la vida, no podremos actuar sobre ellas manteniendo aquellas que nos benefician y refutando las que nos «encogen» la vida.
Y esto ocurre en muchas empresas de todo tipo y tamaño que, paradójicamente, creen que están siendo «muy racionales».
Sin embargo, lo que están haciendo es racionalizar las emociones desagradables que sienten, activadas por ese «piloto automático».
Cuando digo «directivos que no sienten…» me refiero a directivos que no son conscientes de sus emociones ni de las de sus colaboradores; directivos que no atienden conscientemente los sentimientos y, por tanto, desestiman una gestión inteligente de los mismos.
Esto, a largo plazo (que por muy largo que sea, llega) hace que se resientan los resultados porque «no tenemos tiempo» de cuidar el bienestar, la emocionalidad positiva propia y de nuestros clientes (internos y externos), ya que estamos en el corto plazo «apagando fuegos».
Y no digo que haya que obviar estas emociones desagradables, porque están ahí precisamente para que seamos cautos y precavidos, sino que las gestionemos para que no nos limiten y además seamos capaces de ampliar o potenciar las emociones agradables para estimular el crecimiento organizacional.
Los climas de trabajo positivos permiten liberar el talento de los colaboradores en dirección a la iniciativa, la creatividad o las conductas extra-rol (ir más allá de las funciones formales).
¡Y menudo salto cualitativo supone desplegar el talento de varios cerebros al unísono (inteligencia colectiva o, todavía mejor, colaborativa) en lugar de usar solo un cerebro y, además, estresado (el nuestro)!
Esta gestión de un mayor «abanico emocional» nos abre la puerta a la mejora en el medio y largo plazo, «desencorsetándonos» del exclusivo y limitante corto plazo.
«Trabajar solo el corto plazo es añadir años a la vida (sobrevivir), pero no vida a los años (vivir)».
Para ello es necesario conocer bien a nuestros colaboradores y proporcionarles un «salario emocional» en función de sus necesidades personales (por supuesto después se estar satisfechas las necesidades económicas).
Una de las formas más inteligentes de proporcionar este salario emocional, que facilita el despliegue sostenido del talento, es conectar sus objetivos personales y profesionales con los objetivos de la empresa (y no al revés).
Aunque, eso sí, el proceso comienza en una correcta selección de los profesionales que nos van a acompañar en el proyecto, tanto en aptitudes como en actitudes.
Después dependerá del clima emocional motivador que generemos de manera consciente (no en piloto automático) el que se despliegue el talento de manera sostenida y duradera, o solo por una temporada.
Sí, ya sé. Ello requiere inversión de esfuerzo, tiempo y dinero. Pero creo que se puede dosificar la inversión ajustándola a nuestra situación y/o capacidad, en lugar de recortarla hasta anularla.
Sin embargo, esto último es lo que hacen muchas empresas; anular la inversión del medio o largo plazo para «salvar» los resultados a corto. Paradójicamente, esos recortes dañan los resultados del largo plazo.
Hay una historia que ejemplifica muy bien todo esto. Dice más o menos así:
«Érase una vez un hombre que tenía un puesto de bocadillos, que él mismo horneaba todos los días, en un importante cruce de caminos.
Padecía de sordera y su vista no era muy buena, así que no leía la prensa ni veía la televisión. Eso si… vendía exquisitos bocadillos.
Meses después alquiló un terreno, levantó un gran letrero llamativo y personalmente seguía pregonando su mercancía, gritando a todo pulmón: ¡Compre deliciosos bocadillos calientes! La gente compraba cada día más y más.
Aumentó la compra de materia prima, alquiló un terreno todavía más grande, mejor ubicado y sus ventas se incrementaron día a día. Su fama aumentaba y su trabajo era tanto que decidió llamar a su hijo, un importante empresario de una gran ciudad, para que lo ayudara a llevar el negocio.
Su hijo le dijo: ¿Pero papá, no escuchas la radio, ni lees los periódicos, ni ves la televisión? Este país está atravesando una gran crisis, la situación es muy mala, no podría ser peor. Tienes que dejar de invertir con visión de largo plazo.
El padre pensó: ¡Mi hijo trabaja en una gran ciudad, lee periódicos y escucha la radio, tiene contactos importantes…, así que debe saber de lo que habla!
Entonces sintió miedo ante la amenaza de perderlo todo. Revisó sus costes, compró menos pan y disminuyó la compra de cada uno de los ingredientes, dejando de promocionar su producto.
Su fama y sus ventas comenzaron a caer semana a semana. Tiempo después desmontó el letrero y dejó el terreno.
Aquella mañana llamó a su hijo y le dijo:
-¡Tenías mucha razón hijo, verdaderamente estamos atravesando una gran crisis!»