Rapidez y prisa son conceptos relacionados pero no son lo mismo.
Según el diccionario de la RAE, “rapidez” significa “velocidad impetuosa o movimiento acelerado”.
Y “rápido” significa “que se mueve, se hace o sucede a gran velocidad, muy deprisa”.
Sin embargo, respecto a “prisa” la RAE dice en su segunda acepción: “necesidad o deseo de ejecutar algo con urgencia”.
Si, además, nos fijamos en la etimología de “prisa”, vemos que viene del latín “pressus» que significa “rígido”, que a su vez deriva del participio pasado de “premére” que significa estrechar, oprimir.
La rapidez es un aspecto físico o conductual y la prisa es un aspecto cognitivo o mental.
Y como casi todo en la vida, un poco está bien pero mucho puede ser perjudicial.
Si actuamos con demasiada rapidez puede que cometamos errores que tengamos que corregir, lo que supone dedicar más tiempo.
Podemos decir que demasiada rapidez se traduce en lentitud porque, al final, tardamos más en hacer bien el trabajo.
Si percibimos demasiada prisa, además de traducirlo en rapidez descontrolada, estamos transformando una idea en un potencial estresor de nuestro sistema nervioso.
¿Por qué la prisa se convierte en un potencial estresor?
Porque se traduce en una narrativa interna del tipo “no llego a todo”, “ya debería estar haciendo no se qué otra cosa”, «no me da tiempo», «ya es tarde» o el famoso “no me da la vida”, que fabrica una amenaza ficticia.
Es decir, que no nos concentramos en la tarea actual y además estamos disparando una alarma ancestral interna; porque el cerebro, si nos hemos identificado con la narrativa, no distingue entre realidad o ficción.
Estoy hablando del estrés crónico o distrés, ya que el estrés agudo o puntual no es perjudicial para la salud.
Gracias a la evolución hacia la medicina del comportamiento, cada vez tenemos más evidencia científica sobre cómo los factores psicológicos, sociales, económicos y ambientales influyen en la salud de las personas.
Por ejemplo, hoy sabemos que no solo el estilo de vida referente a la dieta, el ejercicio físico y el consumo de tabaco o alcohol puede alterar la microbiota intestinal (y por tanto enfermar), sino que también el estrés percibido puede hacerlo.
El estrés es un proceso que se dispara cuando hay una percepción de falta de recursos para hacer frente a las demandas del entorno (tareas laborales, domesticas, etc.).
Fíjate que digo “percepción”.
Es decir, que puede realmente existir una falta de recursos (internos y/o externos), o que disponiendo de los recursos tengamos la sensación o creencia de que no es así.
Y cuando esto sucede, a nuestro cerebro no le queda otra que activar la alarma ancestral del miedo y/o sus derivados.
Hablamos de ansiedad, preocupación, rabia o incluso culpa por llegar a la conclusión de que no estamos cumpliendo “con nuestra obligación”, con “lo que debería ser” (según nuestras normas interiorizadas).
Por supuesto se activa el consecuente correlato neurofisiológico (catecolaminas, presión sanguínea, tensión muscular, etc.), psicológico (tensión mental, memorización y recuerdo alineados con la emoción, visión túnel, etc.) y conductual (postura, gestos, voz, ataque, protección, etc.).
Bien, pues trabajar siempre con prisas supone un estresor interno que puede disparar todo este complejo mecanismo.
Por ejemplo, en el mundo laboral es archiconocido el modelo Demandas-Control, del estrés laboral formulado por Karasek (1979), que luego se amplió con el recurso “apoyo social”.
Según este modelo, la mayor tensión emocional o estrés se produce cuando hay elevadas demandas o exigencias y, al mismo tiempo, la persona no tiene (o cree que no tiene) apenas control sobre el trabajo que realiza ((autonomía o capacidad de decisión).
Además, existe evidencia que sugiere que el estrés laboral es un responsable importante de la elevación de la presión sanguínea, de acuerdo con los estudios realizados con ayuda de un “Holter” para monitorizar de forma ambulatoria la presión sanguínea.
Por ejemplo, un estudio sobre la asociación entre tensión laboral y aumento de la presión sanguínea como paso previo para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares, halló que los hombres son más propensos al desarrollo de la HTA (hipertensión arterial) en respuesta al estrés laboral, independientemente de la edad, raza, índice de masa corporal, ingesta de alcohol, consumo de tabaco, sodio de la dieta y nivel de educación.
En definitiva, que una cosa es trabajar con rapidez o agilidad, pero concentrado en la tarea, sin prisas.
Y otra muy diferente estar autogenerándonos un estrés gratuito porque nos contamos «historias» a las que nos hemos habituado (probablemente aprendido a través de experiencias previas).
Si te generas mucho estrés subjetivo, puedes encontrar algunas ideas y recomendaciones interesantes en el siguiente capítulo del Proyecto Conversaciones Emocionales:
Y si quieres saber cómo gestionar el estrés subjetivo y las necesidades psicosociales de forma más personalizada, puedes solicitar información aquí.
¿Y tú, trabajas siempre con prisa?
Autor imagen: Alejandro Sánchez
Referencias
Claudio A. Bellido,. Eduardo J. Rusak. Capítulo 109. ESTRÉS E HIPERTENSIÓN ARTERIAL. Efectos de la tensión emocional sobre la hipertensión arterial.
Schnall, P. L., Pieper, C., Schwartz, J. E., Karasek, R. A., Schlussel, Y., Devereux, R. B., Ganau, A., Alderman, M., Warren, K., & Pickering, T. G. (1990). The relationship between ‘job strain,’ workplace diastolic blood pressure, and left ventricular mass index. Results of a case-control study. JAMA, 263(14), 1929–1935.