Conforme avanzamos en nuestro proceso evolutivo personal y ampliamos nuestra consciencia comprendemos que nuestra vida es, en general, el reflejo de cómo somos nosotros.
Igualmente ocurre en un aula; el ambiente que se respira es reflejo de cómo es su profesor. En una familia hay un clima reflejo de los padres y en una empresa existe un clima y una cultura fiel reflejo de su máximo ejecutivo.
Y no estamos hablando de magia ni esoterismos. Es algo bien estudiado por la psicología científica en sus diferentes vertientes (social, clínica, educacional, organizacional, positiva).
Según nuestra forma de ver las cosas, es decir, según la perspectiva que nos proporciona nuestro filtro mental (producto de creencias y guiones de vida) producimos pensamientos y sentimientos que nos llevan a tomar decisiones que se traducen en comportamientos.
Estos comportamientos producen determinadas situaciones y resultados que, dependiendo de la posición jerárquica de la persona que los ejerce, influirán en mayor o menor medida en su entorno.
Que estos comportamientos sean más o menos inteligentes dependerá del grado de consciencia (darse cuenta, lucidez o «amplitud de miras») y del equilibrio razón-emoción que posea la persona que los lleva a cabo.
Así, un comportamiento inteligente dependerá del grado de visión o perspectiva (a corto, medio y largo plazo) que tengamos respecto de las consecuencias de nuestra acción, a nivel personal, interpersonal, grupal y organizacional (si es el caso).
Por ejemplo, creer que la formación de las personas no tiene grandes consecuencias, y por tanto es algo superfluo, lleva a eliminar esta actividad cuando tenemos tensiones de tesorería o a ir posponiéndola si tenemos mucho «trabajo».
No tendrá las mismas consecuencias que este comportamiento sea llevado a cabo por una persona que trabaja en la cadena de producción, que si trabaja como mando intermedio o como máximo ejecutivo de una organización.
En el primer caso el impacto será a nivel individual pero en el segundo caso afectará a todo el equipo.
En el caso del CEO su comportamiento afectará a toda la organización en su conjunto, privando la formación de decenas, cientos o miles de personas.
Claro, podemos pensar que si mi empresa no me forma pero yo quiero formarme, no debe impedírmelo nadie (y así es en muchos casos). Sin embargo ocurre a menudo que para hacer esa formación es necesario salir antes de la hora formal o pedir un día libre, no obteniendo el beneplácito de la empresa.
A mi personalmente me ha ocurrido querer hacer una formación totalmente alineada con mi puesto de trabajo y necesitar que la empresa ponga un día y yo otro (viernes y sábado). Pues bien, tuve que tomarme ese día de vacaciones y pagar la formación de forma íntegra de mi bolsillo.
Y el caso de la formación es solo un ejemplo, pero igual ocurrirá con cualquier otro aspecto.
Si el máximo ejecutivo está lleno de miedos irracionales o contradicciones respecto a las personas (p. ej., las necesita pero no confía en ellas) existirá un clima de tensión psicológica constante, mucha presión, control y supervisión diaria.
En el extremo contrario, si el CEO tiene un estilo laissez-fair, no habrá objetivos bien definidos y mucho menos indicadores de control o seguimiento periódico.
En el primer caso el apoyo, reconocimiento, feedback, comunicación, conciliación trabajo-familia, cohesión de equipo, empatía, asertividad, humor, inteligencia emocional y un sin fin de recursos personales, laborales y sociales, brillarán por su ausencia.
En el segundo caso se propicia un caldo de cultivo para que «campen a sus anchas» aquellos empleados que, muy lejos de querer producir y cooperar, dedicarán sus esfuerzos a aparentar que trabajan mucho y crear sus propios «reinos de taifas» llegando a ser verdaderos parásitos organizacionales.
Cuanto menos consciencia y más visión cortoplacista del máximo responsable de la organización, más limitada en su desarrollo estará la empresa en la que trabajas.
Y seguramente también será peor el clima de trabajo, porque trabajar en un corto plazo rabioso genera muchísimo estrés, más errores, menos satisfacción y trastornos psicosomáticos debidos al desajuste emocional que se contagia.
«A corto plazo no puede construirse nada importante», Jordi Vila.
A mayor consciencia del impacto de las decisiones y equilibrio entre corto, medio y largo plazo, más riqueza y bienestar se respirará por todos los poros de la organización.
En este caso, es el máximo ejecutivo quien promoverá la formación, la conciliación laboral-familiar, la cohesión, los estilos de liderazgo saludables, la justicia organizacional, la equidad o cualquier otro recurso personal, laboral o social.
Hace poco hablaba con el responsable del área de personas de una importante organización de ámbito internacional, (de capital valenciano -español- 100%) y me decía que las mejoras organizacionales que estaban haciendo, respecto a las personas, solo era posible gracias al apoyo del máximo ejecutivo.
«Es más, es el máximo ejecutivo el que impulsa el desarrollo de las mejoras a todos los niveles, y lo mejor de todo es que nos resulta muy rentable el bienestar de las personas», me decía este directivo.
Por todo ello, es imposible un desarrollo organizacional saludable sin un desarrollo mental y emocional previo de su máximo responsable.
Cuando éste es capaz de ver «más allá» e incluir a las personas como parte fundamental en la excelencia de resultados, siendo respetuoso a la vez con las necesidades humanas (descanso, reconocimiento, apoyo, inclusión, comunicación, confianza, desarrollo, remuneración…) se produce un salto cuántico en su organización que la lleva a percibir los objetivos y problemas como retos, en lugar de amenazas constantes.
Si eres el CEO de tu organización y estás leyendo esto, seguramente eres de los que tiene un grado de consciencia que permite una visión equilibrada de negocio y personas.
¿Por qué? Porque las cosas no ocurren por casualidad sino por causalidad y no estarías leyendo esto (o no habrías llegado hasta aquí) si tu guión de vida te obligase a rechazar esta forma de dirigir personas.