Llega enero y las listas de propósitos brotan como setas: “Voy a perder 5 kilos”, “Voy a leer 20 libros”, “Voy a ahorrar para ese viaje que siempre pospongo”.
Todo parece motivador hasta que llega febrero y… bueno, ahí siguen esos kilos, los libros siguen cerrados, y el dinero del viaje se fue en una oferta de electrodomésticos.
¿Por qué nos pasa esto?
La respuesta es sencilla. Los propósitos no sirven si no sirven… ¡a un propósito mayor!
Es decir, si la meta, objetivo o propósito no están conectados con un sentido de vida más allá de un resultado concreto, simplemente no calan.
Es como querer pintar una casa cuyo cimiento está hecho de arena, bonito en Instagram, desastroso en la realidad.
Por eso hay numerosos libros que insisten en que si tienes que lograr algo a fuerza de voluntad, no lo vas a conseguir.
A no ser que tengas la disciplina suficiente para instaurar hábitos adecuados que te lleven al resultado concreto que quieres lograr.
Pero eso cuesta muchísimo trabajo y esfuerzo, y terminamos tirando la toalla con alguna explicación racional (ego-excusa).
Y es que el proceso motivacional no se mantiene activado en la misma dirección (ni con la misma intensidad, ni con la misma frecuencia), si no tiene unos motivos claros para la acción sostenida (conducta motivada) más allá del corto plazo (a no ser que estemos tratando de evitar una pérdida).
No sé si me explico bien o muy bien 😋.
El propósito detrás del propósito
Imagina que te pones como objetivo “hacer más ejercicio”.
Suena genial, pero si el deporte no encaja con el estilo de vida que realmente te importa (por ejemplo, disfrutar más de la naturaleza, cuidar tu salud para jugar con tus hijos, o liberar estrés tras el trabajo), ese propósito será como una planta sin raíces.
Sobrevivirá unas semanas y luego morirá por falta de conexión.
Sí, ya sé, puedes poner un objetivo SMART (específico, medible, alcanzable, realista y de duración determinada).
Sobrevivirá algún mes más y luego morirá por falta de conexión igualmente (si sigue si tenerla).
Sin embargo, si tu propósito está ligado a un significado más profundo, las acciones fluyen de forma natural.
No es “ir al gimnasio porque toca, por disciplina”, sino “ir al gimnasio porque deseo subir las escaleras de mi trabajo sin resoplar y llegar con energía a la reunión”.
O «porque quiero sentirme fuerte para poder escalar esa montaña que siempre soñé».
O «porque para cuidar a los demás necesito cuidarme yo».
O «porque me siento mejor cuando hago ejercicio y eso me da vitalidad, confianza y bienestar».
¿Notas la diferencia?
Las empresas caen en la misma trampa.
Plantean objetivos anuales como “incrementar las ventas un 20%” o “reducir los costes operativos”.
¿Cuál es el problema?
Si esos objetivos no están alineados o conectados con el propósito mayor de la organización (en caso de tenerlo), más allá del resultado concreto, los empleados los verán como una lista de tareas «sin alma».
¿Y sabes qué pasa? Se pueden cumplir, sí, pero de forma mecánica y sin impacto real.
Piénsalo como un coche de carreras sin dirección.
Puedes pisar a fondo, pero si no sabes hacia dónde vas, terminas dando vueltas en círculo, o peor.
El propósito de vida (o el de una empresa) es como un faro.
Los barcos (tus acciones) navegan hacia ese faro, ajustando el rumbo según las olas.
Si no hay faro, los barcos se pierden, aunque tengan combustible y motores potentes.
Es decir, que tanto en la vida personal como en la profesional, los propósitos y objetivos necesitan un “por qué” más grande, o mejor un «para qué» que trascienda lo puramente material, que siendo necesario no es suficiente.
Si lo que haces no conecta con ese propósito mayor, será como intentar llenar un vaso con un agujero en el fondo.
Un esfuerzo constante sin resultados duraderos.
Este año, antes de hacer tu lista de propósitos, pregúntate, ¿A qué faro estoy apuntando? ¿Cuál es mi rumbo?
Y si no tienes uno claro… quizá sea hora de buscarlo. 😉
Esto es lo que hacemos cuando acompañamos a empresas o formamos profesionales.
Profundizamos, más allá de la superficie, para diseñar un rumbo en el que las acciones tengan sentido profundo más allá del objetivo o resultado.
Y esto tiene mucho que ver con la inteligencia emocional (consciencia, autoconocimiento, empatía y asertividad) aplicada al liderazgo y la comunicación.
La gerencia o dirección se debe compensar con liderazgo y este se debe compensar con dirección o gerencia.
Cabeza y corazón.
Razón y emoción.
Cognición y afecto.
Muy buen post !!
Muchas gracias, Eloy. Me alegro de que te haya gustado. Un saludo.